[OPINIÓN] Dos crímenes y una reflexión. Por Juan Mena

El 2024 fue un año extremo. Genocidios, guerras, expansión de la ultraderecha fascista, crisis ambientales. En Nueva York un reciente asesinato que ha estremecido la agenda mediática – y no sólo de la crónica roja – nos recuerda un secuestro televisado que se tomó los noticieros de Chile pocas semanas antes. Para cerrar este año extremo quiero hablar de estos dos crímenes y hacer una reflexión sobre la democracia y el capitalismo.

Los dos crímenes

El 4 de diciembre, Brian Thomson, el gerente general de UnitedHealthcare, una de las empresas de seguros de salud más grande del mundo – dueña de Banmédica en Chile – fue asesinado a la salida de un hotel en Manhattan. Las imágenes del asesino con mascarilla se tomaron todos los noticieros de ese país y del mundo. 

Luigi Mangione, un joven de 26 años, con una cirugía en la espalda, fue arrestado a los pocos días en un Mc Donald. Se le acusa de homicidio “terrorista”, pero su defensa alega inocencia. Algunas trazas de su pasado reciente muestran una profunda animadversión del joven contra el sistema de aseguradoras de salud de su país.

A pesar de la evidente pérdida humana y el dolor que la familia y amigos de la víctima deben estar sintiendo, la reacción del público, lejos de mostrar empatía con ellos, ha estado de lado del joven Mangione. No me refiero solo a las muestras de solidaridad en redes sociales. A la fecha de esta redacción, los medios norteamericanos reportaron que la defensa del acusado ha reunido más de 100 mil dólares en donaciones.

Hasta cierto punto este hecho nos recuerda a un acontecimiento reciente que también se robó la agenda en Chile.

En esta austral franja de tierra, hace algo más que un mes, las imágenes de francotiradores parapetados en los edificios de Av. Las Condes se robaron las pantallas de todos los noticieros del país. Un hombre viudo de 55 años tomó como rehén a la cajera de una sucursal de AFP Provida demandado la entrega inmediata de los fondos de su fallecida cónyuge. El operativo policial duró más de 6 horas, y culminó sin heridos y el sujeto en prisión preventiva. 

Tras conocerse algunos detalles de lo sucedido, como que el hombre de 55 años recibía una pensión de sobrevivencia de no más de $500 y que trató de retirar sin éxito el monto (poco mayor a un millón de pesos) que había dejado su fallecida cónyuge, las redes sociales no tardaron en mostrar empatía por el secuestrador. 

Me atrevo a decir que no matar o no secuestrar son parte del repertorio esencial de normas de convivencia de toda sociedad, pero la simpatía que estos casos han encontrado en el público pone en duda esto. Lejos de querer hacer apología de estos crímenes, estos hechos nos deben preocupar y obligan a reflexionar. 

Un camino corto es decir que se trata de hechos aislados. Antisociales que quieren destruir todo lo bueno. Personas desequilibradas que requieren tratamiento.  Esta retórica simplista sostiene que nada hay de malo en el sistema, solo hay individuos defectuosos. Me parece que pensar así es francamente absurdo, y me atrevo a decir que, salvo personas con claros intereses creados, nadie realmente cree aquello.

Algo de razón debe haber cuando genuinamente sentimos empatía con el viudo de 55 años que trató de retirar los fondos de su cónyuge fallecida. No puede ser que los miles de donantes para la defensa de Luigi Mangione sean malas personas. Algo también debe estar mal en el sistema.

La reflexión

Propongo que reflexionemos juntos sobre eso que está mal en la sociedad, aceptando la complejidad del asunto y que cualquier explicación pecará de reduccionismo. 

Dicho lo anterior, mi intuición es que la reacción del público ante el secuestro en la sucursal de la AFP o el asesinato del CEO de la aseguradora es un síntoma de la profunda crisis de legitimidad del orden social que nos rodea. 

Una sociedad se sostiene unida bajo la idea que estamos mejores juntos que separados. Pero si la infortuna es de muchos, y unos pocos se enriquecen haciendo negocios con ella, los lazos sociales – frágiles de por sí – se hacen aún más frágiles. 

Todos los días la gente ve que todo es negocio y nada es solidaridad. Vivimos trabajando, consumiendo, pagando y endeudándonos para comer, vestir, estudiar, tener un hogar, pagar nuestros impuestos, pero si quedamos cesantes, enfermamos, tenemos que cuidar de alguien o llegamos a la vejez, la sociedad falla olímpicamente en darnos una mano. Pero vaya uno a fallar en pagar una cuota del crédito, Dicom no tarda. 

Esto es un problema tanto del capitalismo, que ha avanzado sobre nuestras vidas a tal punto que no ha dejado nada fuera de su alcance, y de la democracia, que se ha vuelto impotente e incapaz de hacerle frente, mejorando realmente la calidad de vida de la gente. 

Sin convertir esta columna en un ensayo, quisiera traer a colación una idea de un teórico alemán – Wolfgang Streeck – para reflexionar qué nos están diciendo el asesinato del gerente de la aseguradora y el secuestro en la sucursal de la AFP sobre nuestras sociedades. 

Streeck nos sugiere que el capitalismo se está acabando porque, a falta de contrapeso, se volvió demasiado capitalista.

Que el capitalismo se volviera demasiado capitalista quiere decir que ha explotado e invadido más esferas de la vida de lo que era sustentable. Estas contradicciones internas van desde el agotamiento de los recursos naturales, la contaminación, la híper-concentración de riquezas en las metrópolis y la miseria desparramada en las periferias, la comodificación de la vida, hasta la mercantilización de los derechos sociales. Aquí nos interesan especialmente estos últimos. 

Los derechos sociales son esos aspectos materiales de la vida que son fundamentales para nuestro desarrollo íntegro como personas y por ello han sido elevados al rango de derechos humanos, como la salud, la educación, la vivienda o la previsión para la vejez. El capitalismo ha privatizado la provisión de todos estos derechos construyendo lucrativos negocios con ellos. 

Que el capitalismo se volviera demasiado capitalista se explica por la falta de una fuerza que lo detuviera. Sin frenos, avanzó más de lo que era recomendable. De esa falta de oposición se deriva que, ante su inminente extinción, no exista otro orden que lo reemplace en lo inmediato. Citando a Gramsci, esto es lo que Streeck llama un interregno: ese espacio y tiempo en que el antiguo orden social está por morir, pero el nuevo aún no nace. Para Streeck, ese orden social que está muriendo (sino ha muerto aún) es el estado democrático en una economía capitalista. 

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Como dijimos, para sobrevivir, todo orden social requiere un sentido, una razón de ser, una fuente de legitimidad. La hegemonía de la democracia capitalista occidental en la que vivimos hoy se construyó sobre dos ideas esenciales nacidas en plena guerra fría: 1) que el capitalismo era el mejor sistema para crear riquezas; y 2) que estas nuevas riquezas podían ser democráticamente redistribuidas por el Estado para financiar derechos sociales. Esta fórmula – Capitalismo, Redistribución y Democracia – fue el pacto detrás del Estado de Bienestar, que buscó conciliar la lucha que se estaba dando en todo el mundo entre el capital y la clase trabajadora. 

Como señala Streeck, tras la derrota definitiva de la URSS a principios de los ‘90 el capitalismo se volvió completamente hegemónico, y en la medida que ganó fuerza, fue ganándole terreno a las democracias en su capacidad de redistribución en el Estado de Bienestar. Primero se recortaron los impuestos, lo que obligó a los Estados a adoptar políticas inflacionarias para financiar prestaciones sociales. Luego se forzó a los Estados a controlar la inflación, lo que los llevó a contraer deuda externa para financiar aquellos servicios. Finalmente, la consolidación y austeridad fiscal se volvieron norma para todos los Estados, lo que trasladó la responsabilidad en los ciudadanos. Haciendo que sean ellos quienes se endeuden para acceder a esas prestaciones, el Estado solo se encarga que el mercado provea esos servicios a cambio de un (muchas veces elevado) precio. 

Tras la crisis del 2008, provocada por la desregulación de la deuda privada, el sistema se quedó sin más opciones. Como diría Streeck, ya no tiene cómo seguir comprando tiempo. Esta última fase, que el autor señala como terminal, es extremadamente evidente en Chile.

En educación, generaciones y generaciones de jóvenes han salido al mercado laboral con una gigantesca deuda en la mochila por haber estudiado en la educación superior, pero los retornos de sus estudios no son suficientes para cubrir la deuda – el 69% de los deudores tiene ingresos bajo los $750 mil – creciendo año a año las tasas de morosos

En salud, la situación no es mejor. Nos hemos venido acostumbrando a las rifas, completadas y desde hace un tiempo a las caminatas de miles de kilómetros que han emprendido madres y padres desde los extremos hasta la capital para para costear tratamientos médicos de sus hijos. El sistema público estructuralmente desfinanciado no da abasto, y las Isapres sólo eran viables en base a discriminación. 

En pensiones, la situación probablemente es la peor. En 2024, la línea de la pobreza en Chile es de alrededor de $230.000, pero al mes de octubre de 2024 el 50% de la población recibió de su AFP una pensión autofinanciada igual o menor a $183.307, estando debajo de la pobreza. Si se incluyen los aportes vía PGU y APS la media llega a $351.434 por lo que ni aún con el aporte estatal no contributivo, un hogar de 2 personas logra estar sobre la línea de la pobreza. 

En Estados Unidos la situación es similar, las deudas estudiantiles son gigantescas, la salud pública es inexistente y la cobertura de las aseguradoras paupérrima y la vejez precaria un problema rampante. 

Si el estado democrático en una economía capitalista funciona bajo la premisa que el capitalismo es el mejor sistema para producir riquezas que luego son democráticamente redistribuidas para proveer derechos sociales, el pacto social claramente está roto. El Estado ya no es capaz de redistribuir riquezas a través de prestaciones sociales, ni siquiera puede proveer mercados eficientes en que los ciudadanos puedan adquirirlos por su cuenta sin endeudarse, y pareciera que el sistema democrático no es capaz de hacer algo al respecto. 

Para mi esta combinación de impotencia democrática y la mercantilización de los derechos sociales es una causa de la crisis de legitimidad del orden social. 

Si una sociedad se sostiene por la premisa que estamos mejor juntos que separados, las normas sociales lo que buscan es hacer esa convivencia lo más provechos y menos desventajosa para todos. Entonces, cuando lo que nos mantiene unidos se rompe, la convivencia pierde sentido y se degrada.

No es que la gente haga balances periódicos sobre la utilidad de vivir en sociedad para decidir si obedece las normas o no. Se trata más bien si nos hace sentido convivir juntos, si nos sentimos bien viviendo en sociedad, si tenemos esperanzas o anhelos comunes. Si lo pensamos bien, en algún sentido, el pacto social se puede resumir en nuestras expectativas para con el colectivo que creemos son justas.

¿Qué esperamos del capitalismo? Que cumpla su promesa de producir más riquezas. ¿Qué esperamos de esas nuevas riquezas? Que de alguna forma u otra resulten en mejoras en nuestras condiciones de vida. ¿Qué esperamos de la democracia? Que sea capaz de conducir nuestro destino conforme a las decisiones de la mayoría respetando los derechos de las minorías. 

Pero ¿qué pasa cuando sistemáticamente estas expectativas se ven frustradas, cuando eso que esperamos que sea, que consideramos que es justo que sea, una y otra vez no es? Desconfianza. Frustración. Rabia. Pena. Todo un abanico de estados mentales se gatilla en nosotros cuando lo que esperamos y pensamos que es justo del mundo se ve frustrado de forma constante.

Cuando al pensionado no le alcanza para vivir tras una vida de trabajo, siente estas emociones. Cuando la empresa aseguradora se niega a cubrir el tratamiento de salud, el paciente siente estas emociones. Que sentir esas rabias y frustraciones sean experiencias colectivas, como el secuestro en la sucursal de la AFP o el asesinato del CEO de la aseguradora nos demostraron, es una señal de descomposición social. Es un síntoma de una sociedad que es incapaz de satisfacer las expectativas sobre las cuales su legitimidad está fundada, y que, por lo tanto, se desintegra. 

Así como el estallido social fue una liberación colectiva de rabias, frustraciones y penas que guardábamos los chilenos, la empatía social con el secuestro a la cajera de la AFP es con esos mismos sentimientos de rabia contra el sistema. Quienes defendieron el accionar del viudo de 55 años, no empatizaron con la imagen de un hombre amenazando a una mujer trabajadora con un cuchillo. Empatizaron con la rabia y frustración que las AFP simbolizan. 

Pero al mismo tiempo, el hecho que sintamos y empaticemos con estas rabias, penas, y frustraciones, es una buena señal. Aún hay expectativas, aún esperamos cosas de la sociedad.

El día que un crimen como el secuestro en la sucursal de la AFP o el asesinato del CEO de la aseguradora no provoquen empatía social será porque hemos logrado crear un nuevo sistema, capaz de proveer justicia social y bienestar. Puede ser también porque ya no esperamos nada de la sociedad. Entonces sabremos que la descomposición ha sido total. Es la una o la otra. Esperemos que la justicia y el bienestar lleguen antes que lo segundo sea inevitable, porque no me imagino nada peor que vivir en una no-sociedad.

 

Juan Mena 

Abogado