[Opinión] Arte en Osorno: el camino a casa. Por Julio César Ojeda

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Cuando me fui de mi casa en Osorno, la despedida fue quirúrgica. Por aquel entonces tenía una banda con mis amigos en el CAD de Rahue Alto, centro de atención diurna para jóvenes de alta vulnerabilidad. Juntos tocamos por toda la décima región: en bares, barcitos, baruchos, casamientos, peñas, café concert, café literario, fiestas de liceo, fiestas universitarias, fiestas de Navidad, fiestas de Año Nuevo, Glorias Navales, 18 de septiembre, 19 de septiembre, 20 de septiembre, 21 de septiembre, 18 chico, chancho remojado, celebraciones en la población Las Vegas, en la población Vista Hermosa, en la población Pedro Aguirre Cerda, para el club deportivo River Plate de Las Vegas, para la Parroquia San Leopoldo Mandic y, al final, para mi licenciatura de cuarto medio.

Muchas veces tocamos gratis y, en otras ocasiones, ganábamos más de lo que podría esperar un chico de diecisiete años. Por aquel entonces, la realidad no era líquida, ni tampoco respondíamos al cansancio de la vida adulta. Los relatos no eran fragmentados, ni las dinámicas sociales respondían al ojo siempre observante de las redes siempre opinantes. El descubrimiento del mundo era un tesoro a la espera de ser encontrado. Las bandas de aquel entonces nos encontrábamos siempre y ya conocíamos nuestros repertorios. La vida musical, aunque mal pagada, gozaba de una actividad constante.

Los poetas pululaban por la ciudad, desde todos los lugares, siempre con una velada presencia, observando todo y girando la esquina a toda velocidad, sospecho, muy adelantados a lo que nuestra adolescente percepción pudiese comprender.

Con los años fui entendiendo la fuerza con la que las moléculas artísticas implotaban en una ciudad como Osorno: cómo se reúnen en silencio, cómo comparten ideas y emociones. Esto no lo supe hasta que me fui por primera vez. No recuerdo cómo fue nuestro último ensayo; solo recuerdo que ensayamos y que ya no pude ir más porque me mudé a Punta Arenas.

Durante los años siguientes viajé por distintas ciudades del sur buscando aquel lugar, pero nunca lo encontré. Regresé a Osorno, sospechando que todo se había diluido con el tiempo. Pero, para mi sorpresa, me di cuenta de que la vida cultural en la ciudad gozaba de una salud inquebrantable, incorporando a sus filas a todos aquellos que quisieran expresarse. Me uní a un grupo de jóvenes poetas y descubrí que no podía escribir poesía, pero que la narrativa podría ser el consuelo de los que no alcanzamos el Olimpo de los poetas.

¿De dónde vienen las personas que construyen este mundo paralelo? El arte en Osorno es la perla escondida dentro de la concha, un bien capital que nadie sospecha —muchas veces, ni los propios osorninos. ¿Cuántas veces, guiado por mi ignorancia, taché esta ciudad de aburrida o fome? No sabía nada. Como buen joven, lo que esperaba era el reconocimiento que entrega la fama, las publicaciones, el aplauso del público. Cuando lo vi (a la distancia), reconocí el vacío de lo artificioso. Cuando el arte busca recompensas, pierde su brillo, su poder aureático. Se transforma en entretención, en pasatiempo, y no en razón de ser.

Un amigo de Valdivia me decía (despectivamente) que, en aquella ciudad llena de carne y leche, las manifestaciones artísticas eran una forma de rebelión, un grito desesperado por escapar. ¿Escapar de qué? ¿De los bosques? ¿De las montañas? ¿De la costa?

En Osorno, el arte crece como toda su vegetación: de manera espontánea. Los osorninos solo se necesitan a sí mismos para contemplar el arte, para crear sus mundos plagados de verde y de bosques. Y así, las generaciones avanzan con sus artistas, con sus poetas, con sus músicos, con sus pintores, con sus escultores, quienes dan cuenta de cómo crece, cambia y se renueva la ciudad. También dan cuenta de las desigualdades y de las injusticias.

Los artistas osorninos han creado sus senderos en medio de la vegetación, han escarbado entre los muros de la ciudad y han ido encontrando sus espacios. Se han encontrado con un público que los necesita y los valora. Poco a poco, y paso a paso, el arte sale de su clandestinidad para aportar nuevos lenguajes de expresión.

Un amigo artista me decía que el circuito musical osornino era perfectamente visible si se sabía reconocer la historia tras la música en la ciudad. Bandas como Épsilon, Los Zapallos Eléctricos, Llovizna Tropical, Fusión Andina, La Mano Fayuka, Newen, Freak and Delle, Laberinto, Glaciar, Beats for Sale, solo por mencionar algunos nombres que han aportado —o siguen haciéndolo— dentro de la escena musical osornina, son testimonio de una extensa tradición de bandas provenientes de la ciudad.

¿Entonces, en qué quedamos? Osorno parece ser un caso bastante anormal en términos artísticos. No busca la pompa ni el reconocimiento de los discursos academicistas, ni el exquisito beneplácito de una crítica que no alcanza a instalarse «entre la carne y la leche». En Osorno las cosas se hacen. Se hacen porque no queda de otra, porque es justo y necesario, porque nadie va a venir a hacer las cosas por nosotros.

Los poetas aún están en los bares, publicando y leyendo. Los pintores y artistas plásticos están en las calles y en los muros de la ciudad, en las exposiciones de los centros culturales que no cobran un peso por difundir nuestro arte. Las nuevas generaciones de artistas se asocian, se encuentran, se organizan y difunden.

Osorno tiene un nutrido y diverso movimiento subterráneo, que de a poco ha ido saliendo a la luz, lo cual debiese ser orgullo y patrimonio de nuestra ciudad.

Si bien es cierto que no alcancé a tener un último ensayo con mis amigos, siempre estará la ciudad, los días nublados o el sonido de las radios en la feria Rahue, acompañados de una empanada frita o un muday, para recordarnos que lo que siempre queda es la identidad: el camino hacia casa.

Julio César Ojeda Paredes

Licenciado en Educación mención Lenguaje y Comunicación

Mg en Pensamiento Contemporáneo.

Especialista en semiótica y análisis del discurso